Monday, February 12, 2007

huellas

La imagen es la de un crepúsculo en la playa. Él, un muchacho joven, de dieciséis, o tal vez de menos, caminando hacia el oeste. Las olas golpeteaban la orilla desde lejos, con la marea baja, como si expresaran el ritmo de la respiración del mar.
De pronto, él vio a lo lejos una extraña silueta humana en arduo movimiento. Apuró el paso, imprimiendo su huella en la arena. A medida que se acercaba, vio que la silueta era femenina. Y desde más cerca aún, advirtió que la mujer era madura: tal vez ya sabría todo lo que a él tanto le asustaba aprender. Sin embargo, esa misma inseguridad solía volverlo algo arrogante, como impostando la falsa condición de “estar de vuelta”, de saberlo todo...
A medida que avanzaba distinguió que los frenéticos movimientos de la mujer consistían en arrojar estrellas de mar de regreso a las aguas: la marea baja había dejado un sinnúmero de ellas varadas en la arena, imponiéndoles el fatal destino de morir fuera de su elemento vital. Ella las recogía una por una y, como con urgencia, iba devolviéndolas al mar.
Él sintió como un sabor extraño dentro de sí, entre el sarcasmo y el desconcierto. Se paró a pocos metros de ella, y, sin saludarla siquiera, le inquirió:
- ¿Qué es lo que hace?
Ella, sin detenerse ni un instante, le respondió lo obvio:
- Las devuelvo al mar para que vivan.
Entonces él dejó salir en el tono de su voz ese sarcasmo inmaduro, paralelo a su desconcierto:
- Pero... son cientos... miles...!! Lo que usted hace no tiene sentido!
La mujer apenas lo miró de soslayo, sin perder ni un segundo. Tomó una estrella de mar y se la mostró, con su palma abierta, diciéndole:
- Para ésta... para ésta SÍ tiene sentido.
Y, prosiguiendo su solitaria tarea, la arrojó con premura al mar.